La tensión entre Colombia y EE.UU. revela algo más profundo que una disputa diplomática


La diplomacia entre Colombia y Estados Unidos vive uno de sus momentos más tensos en las últimas décadas. Aunque aún no hay ruptura formal, el llamado a consultas de los embajadores —John McNamara, encargado de negocios de Estados Unidos en Bogotá, y Daniel García-Peña, embajador de Colombia en Washington— evidencia que la relación bilateral ya no opera en los términos tradicionales. Lo que se está jugando no es solo un roce entre gobiernos, sino el intento de Colombia por definir una política exterior con soberanía, algo que incomoda a quienes durante años estuvieron acostumbrados a que el país acatara sin discutir.

Todo comenzó a escalar cuando el presidente Gustavo Petro denunció públicamente la existencia de un posible intento de golpe de Estado en su contra, en el que —según él— habrían estado involucrados actores del establecimiento nacional con conexiones internacionales. En el centro del escándalo estuvo el excanciller Álvaro Leyva, a quien se le atribuyen conversaciones con sectores políticos de la oposición y con miembros del Congreso estadounidense. Aunque Petro nunca vinculó directamente al gobierno de EE.UU. en la conspiración, sí dejó entrever que había una trama en curso. Las declaraciones no cayeron bien en Washington, y poco después la administración estadounidense calificó esos señalamientos como infundados. Como respuesta simbólica, el gobierno de Trump retiró temporalmente a su principal diplomático en Bogotá, lo que fue seguido por una acción similar del presidente colombiano.

El episodio, más allá de lo anecdótico, ilustra un momento clave: Petro quiso dejar claro que ni su gobierno ni el país seguirán tolerando intromisiones o dobles juegos disfrazados de cooperación. Esta no es una molestia aislada. La negativa del gobierno colombiano a extraditar a ciertas personas, como alias “El Zarco” —clave para esclarecer ejecuciones extrajudiciales durante el conflicto armado—, así como la suspensión de vuelos de deportación masiva de migrantes desde EE.UU., han sido interpretadas por el gobierno norteamericano como señales de desobediencia. Pero desde Colombia, esas decisiones se entienden como ejercicios legítimos de soberanía. No se trata de romper relaciones, sino de poner límites a una relación históricamente desigual.

Petro lo ha dicho en distintas ocasiones: Colombia debe dejar de ser un país obediente por defecto. Y eso, en el contexto de un mundo atravesado por guerras, reacomodos geopolíticos y disputas de poder, resulta profundamente incómodo. Estados Unidos está involucrado hoy en múltiples frentes: respalda militar y políticamente a Israel en Gaza, lidera el apoyo a Ucrania en su guerra con Rusia, y mantiene una creciente tensión con Irán. En ese tablero, América Latina queda en un lugar secundario, útil solo en la medida en que no incomode. Pero Colombia, al elevar la voz, ha descolocado a quienes esperaban silencio o complicidad.

En ese sentido, la reacción del gobierno de EE.UU. al episodio del supuesto golpe fue más política que diplomática. Necesitaban marcar distancia, desautorizar a Petro y reafirmar el relato de que sus instituciones no tienen nada que ver con conspiraciones en el extranjero. Petro, por su parte, reafirmó hace apenas unos días que no involucró directamente al gobierno estadounidense en sus declaraciones iniciales, pero sí defendió su derecho a denunciar cuando detecta señales de desestabilización, sobre todo si estas se entrelazan con agendas políticas internas e internacionales.

Lo preocupante es el tratamiento que muchos medios tradicionales en Colombia han dado a este episodio. Algunos lo han reducido a una “torpeza” de Petro, a una “salida de tono” que habría provocado innecesariamente el enojo de Washington. Otros simplemente han omitido el contexto, ignorando la historia de subordinación diplomática que arrastra el país y la importancia de defender procesos como la verdad judicial o el respeto a los derechos de los deportados. En esa narrativa superficial, todo parece una mala jugada política, sin entender que lo que se discute de fondo es si Colombia tiene derecho o no a actuar según sus propios intereses.

No hay ruptura, pero sí una advertencia. Colombia ha trazado una línea, ha dicho que ciertos límites no pueden ser cruzados, ni siquiera por quienes históricamente han dictado la agenda. Esa decisión tiene consecuencias: puede haber presiones económicas, reducción de cooperación, bloqueos diplomáticos o estrategias de aislamiento. Pero también puede significar el inicio de una política exterior más autónoma, más alineada con el interés nacional y menos subordinada a la geopolítica del norte.

Este momento es clave para el país. Lo que está en juego no es una embajada, es la capacidad de Colombia para ejercer soberanía sin ser castigada por ello. Y eso, en un continente acostumbrado a obedecer, puede ser el primer paso hacia una nueva manera de estar en el mundo. Una que incomode, sí. Pero también una que dignifique

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