📌 ¿Quién tiene la verdad? Una reflexión frente al atentado a Miguel Uribe Turbay y la guerra mediática en Colombia
Por Elkin Calvo*
Este fin de semana, Colombia fue sacudida por un hecho lamentable: el atentado contra Miguel Uribe Turbay. Un acto repudiable desde cualquier perspectiva. La vida no puede ser nunca negociable ni relativizable, y frente a eso, el rechazo debe ser unánime.
Pero más allá de lo condenable del hecho —que lo es, sin matices—, lo que vino después merece también una reflexión profunda. Porque el problema no es solo la bala, sino el discurso que se dispara detrás de ella.
Desde el primer momento, los medios de comunicación tradicionales y el ecosistema digital de redes sociales parecieron tener un guion listo: señalar a la izquierda. Otra vez. Como si tuvieran preparado el libreto de “culpables ideales” para cuando no se entiende, no se quiere entender, o simplemente se quiere manipular.
Una narrativa simplista, peligrosa y profundamente injusta que ignora décadas de historia en este país, donde precisamente ha sido la izquierda —y quienes se atreven a pensar diferente— la que ha sufrido la persecución sistemática, el exterminio político, los desplazamientos, las amenazas y los asesinatos. Basta recordar lo que pasó con la Unión Patriótica, con líderes sociales, defensores de derechos humanos, ambientales, jóvenes, campesinos, indígenas y afros que aún hoy siguen siendo silenciados por el Estado o actores ilegales, muchas veces en complicidad con los primeros.
Mientras tanto, los micrófonos y las cámaras se encienden con entusiasmo cuando el discurso viene de quienes piden mano dura, más armas, más represión. Algunos de los responsables políticos de la violencia estructural hoy se victimizan y aprovechan la tragedia para volver al juego de siempre: el del enemigo interno. Lo vimos en redes, en columnas, en noticieros. Lo escuchamos de quienes —sin pruebas, sin reflexión y sin vergüenza— apuntan con la palabra como si fuera un arma más.
Y es que, como lo dijo Sergio en una publicación: “¿Venganza Sayayin?” El país no necesita justicieros, necesita verdad. Pero esa parece escasear cada vez más.
Las versiones sobre el atentado cambian minuto a minuto. Que el sicario gritó “el man de la olla”, que es de Engativá, que su madre murió hace años, que su padre está en la guerra de Ucrania. Que lo mandaron, que actuó solo, que no sabía a quién disparaba. Que hay videos, pero que están editados. Que el arma fue manipulada por la policía. Y ahora, para colmo, que el celular que tenía el atacante —pieza clave para conocer su red de contactos— simplemente “no existía”. Desapareció. ¿Cómo se extravía la prueba más importante en un atentado de este nivel?
Todo esto parece una novela de ficción mal contada, pero trágicamente real. Mientras tanto, los medios siguen hipnotizando a una ciudadanía agotada, confundida y con cada vez menos esperanza.
Y no solo se manipula el relato de los hechos, también se instrumentaliza el dolor. El de la familia de Miguel Uribe, por ejemplo, que ha sido llevada a escena una y otra vez, con cámaras apuntando a su esposa, a sus hijos pequeños, a su abuela, evocando la trágica muerte de su madre cuando él era un niño. Un drama personal legítimo que ahora es utilizado mediáticamente para polarizar más, para agitar emociones, para reforzar el relato de buenos contra malos.
Pero el problema no termina ahí. En medio de este vendaval, también se registraron amenazas contra los hijos de ministros, directoras de entidades del Estado y del propio presidente Gustavo Petro. Una escalada vergonzosa, donde los niños —que deberían estar completamente al margen del conflicto político— se convierten en blanco del odio y la intimidación. ¿Hasta dónde vamos a llegar?
La violencia no es patrimonio de nadie. No tiene ideología. Pero sí tiene contextos, causas y responsables estructurales. Y si no somos capaces de entender eso, seguiremos repitiendo los errores del pasado: matándonos por ideas, por mentiras, por manipulaciones.
Vale la pena recordar que Miguel Uribe, junto a Enrique Peñalosa y Daniel Mejía, promovieron una política prohibicionista y de “mano dura” que, lejos de acabar con el delito, lo desplazó y fortaleció. El caso del Bronx es claro: se cerró un punto visible y se abrieron cientos más en barrios populares como Bosa, Kennedy, Suba o Engativá. Hoy, con el atentado, es inevitable hacerse la pregunta: ¿a quién incomodaba Miguel Uribe? ¿Quién gana con este ataque?
Y, sobre todo: ¿quién pierde? Pierde la democracia, pierde el debate de ideas, pierde la posibilidad de construir un país en paz. Y perdemos todos, cuando permitimos que la narrativa del odio se imponga sobre la complejidad de la realidad.
Seguimos atrapados en un bucle donde todo parece repetirse, donde la respuesta de muchos es irse del país, donde la gente de a pie se siente sola, traicionada, usada. Colombia necesita menos titulares escandalosos y más periodismo crítico. Menos discursos incendiarios y más responsabilidad política. Menos odio y más humanidad.
Porque si no somos capaces de nombrar la verdad —toda la verdad—, seguiremos en la trampa de siempre: culpando al otro, temiendo al distinto, matando por pensar diferente.
Hoy, más que nunca, necesitamos lucidez. Porque la guerra mediática también mata, y a veces, mata sin que siquiera nos demos cuenta.
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* Comunicador social con énfasis en educación de la Universidad Santo Tomás, magister en comunicación – educación con énfasis en cultura política de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Estudiante e investigador del doctorado en estudios sociales de la misma institución en la línea Subjetividades, diferencias y narrativas; énfasis en cuerpos, tecnociencias y digitalización de la Vida. Autor del libro Youtube como ecosistema comunicativo; actualmente es docente de la Universidad Pedagógica Nacional en la Facultad de Educación Física en Bogotá, Colombia.
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