Por Tibanica Prensa Independiente
La reciente final del reality show La Casa de los Famosos Colombia, transmitido por el canal RCN, no solo coronó a un ganador o generó audiencias millonarias. También desató una violencia física y simbólica que dejó claro cómo los medios de comunicación, lejos de ser meros espejos de la sociedad, operan como dispositivos de control emocional, manipulación ideológica y normalización de la violencia.
Armados: machete en mano, odio en el pecho
El 9 de junio, afuera de las instalaciones de RCN en Bogotá, se registraron escenas propias de una batalla campal. Seguidores enfrentados de los finalistas Andrés Altafulla y Melisa Gate llegaron armados con machetes, cuchillos y botellas. Hubo gritos, agresiones, pánico y caos. Algunas personas que acompañaban a los finalistas en caravanas fueron atacadas. Varios videos circularon en redes sociales mostrando golpes, amenazas y un ambiente de confrontación total.
No es un hecho aislado. Es el síntoma de una enfermedad mediática que se ha profundizado: la despolitización emocional, el entretenimiento como guerra de bandos, y la validación de la violencia simbólica como espectáculo.
El canal RCN no es un actor neutral. Tiene intereses económicos, alianzas políticas y un historial cuestionable en su relación con la ética periodística y cultural. Esta no es la primera vez que se beneficia de contenidos que dividen a las audiencias, las polarizan y generan enfrentamientos entre “hinchadas” de famosos. En este caso, no solo permitió sino que alentó una narrativa de odio entre los participantes, presentando rivalidades de forma caricaturesca, editando discusiones para generar más tensión, explotando identidades y conflictos interpersonales para incrementar ratings.
La Casa de los Famosos es una adaptación del formato estadounidense (Celebrity Big Brother), pero en su versión colombiana ha llevado la violencia narrativa al extremo. Ha validado discursos homofóbicos, comentarios misóginos, agresiones verbales, trampas, insultos y acoso emocional —todo transmitido como parte del “juego”. El canal no solo lo permitió: lo editorializó, lo amplificó y lo comercializó.
Recordemos que los medios no son solo transmisores de información. Son fábricas de sentido. Y lo que aquí se construyó fue una pedagogía de la crueldad: nos enseñaron a odiar al otro, a celebrar el insulto, a convertir la vida emocional de las personas en espectáculo y a llevar esa batalla a las calles.
La cultura del espectáculo: una forma de control
Este tipo de programas no son “inocentes”. Están diseñados para moldear comportamientos, fijar jerarquías culturales y dictar lo que se considera “normal”. Lo que validan no es solo el insulto y la traición, sino también la lealtad ciega a figuras públicas que representan más marcas que valores. ¿Qué significa que miles de personas se agredan por defender a un famoso? ¿Qué tipo de formación emocional permite que la amenaza a una familia por lo que un hijo dijo en un reality sea una noticia más?
Emiro, uno de los concursantes, denunció públicamente que su familia ha recibido amenazas, insultos y acoso solo por su participación. La violencia simbólica promovida desde la pantalla terminó por materializarse en la vida real: cuerpos expuestos, vidas en riesgo, salud mental fracturada.
RCN sabe lo que hace. Y su poder no está en el entretenimiento, sino en la construcción de subjetividades. En decirnos qué es aceptable, a quién debemos amar u odiar, cómo debemos actuar. En una sociedad donde el acceso a la información crítica es limitado, la televisión abierta sigue siendo una de las principales fuentes de influencia cultural. Y el mensaje es claro: el conflicto vende, la emoción sin análisis domina, y el odio se transforma en comunidad.
No es solo un tema de consumo. Es una forma de control. Porque si la sociedad se pelea por una celebridad, no tiene tiempo ni fuerzas para cuestionar a quienes detentan el poder real. Si se polariza por una final de reality, no se organiza para exigir cambios estructurales.
¿Qué consumimos? ¿Qué legitimamos?
Desde Tibanica, no creemos en la censura, pero sí en la responsabilidad. Y el llamado no es solo a RCN, que ha demostrado que su único interés es la ganancia económica a cualquier costo. El llamado es a la audiencia: a dejar de consumir estos productos como si fueran inocentes. A preguntarnos qué tipo de sociedad estamos construyendo cuando dejamos que nuestra emoción la programe un guionista.
La violencia no empezó en la calle. Empezó en la pantalla. Empezó en un canal que decidió que confrontar es mejor que dialogar, que humillar es más rentable que cuidar, que polarizar es más efectivo que pensar.
Es momento de cambiar el canal. No por otro, sino por una nueva forma de narrar nuestras vidas, donde la empatía, la crítica y el pensamiento colectivo le ganen al espectáculo vacío.
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