Por: Sebastián Sanint
En mi entorno —clase media alta, viejos oligarcas y
nuevos ricos— hay un consenso inquebrantable: Petro no pasa de 2026. Es un
accidente. Una anomalía populista que se corrige en las urnas. Ya casi, como si
fuera inevitable. Hablan como si la historia estuviera escrita. Como si
Colombia fuera una línea recta, como si alguna vez hubiéramos estado bien. Pero
lo cierto es que este país nunca ha conocido la verdadera normalidad. Solo una
larga continuidad de desigualdad, violencia, impunidad y cinismo. El caso es
que, en 2025, nuestra discusión política se ha reducido a un solo nombre: Petro
o anti-Petro. Todo lo demás es ruido. La oposición no tiene relato, ni
proyecto, ni norte. Tiene rabia, sí. Y algo de disciplina, en el caso de los
uribistas. Pero están solos. Los partidos tradicionales se venden al mejor
postor semana tras semana. Juegan a la oposición mientras negocian contratos.
Germán murió con el coscorrón. Claudia no se sabe si es
de aquí o de allá. Ni fu ni fa. Sergio y Alejandro —los más serios— suenan como
profesores en clase virtual. Los Uribitos, Vicky, María Fernanda… siguen
hipnotizados por la campaña de 2002. Veintitrés añitos de retraso.
En fin: gente que no convence, porque no propone. No hay
una sola idea potente desde ese lado. No hay un solo gesto que apunte al
futuro. Todo es reacción. Nada huele a propio.
Mientras tanto, Petro juega con ventaja. Tiene el Estado:
la chequera, los contratos, los cargos. Y también la posibilidad real de
encender el país si le da la gana.
¿Les suena aquello del “estallido social”? No es
paranoia. Es memoria reciente. Petro domina el miedo. Pero también la
esperanza. Y por eso sigue ahí. Subiendo. Tiene el monopolio del relato del
cambio. Habla de justicia social, del campesino, del trabajador, de lo indigno
que es vivir como se vive. Y aunque no cumpla, aunque no transforme, aunque
falle, aunque esté repleto de escándalos… por lo menos tiene discurso. Y el
discurso, hoy, sigue ganando votos. Tiene a los jóvenes. No porque todos lo
adoren, sino porque los otros ni siquiera se han tomado el trabajo de
hablarles. Las encuestas lo muestran estable. Incluso creciendo. Con apenas 11
a 15 puntos más, puede reelegirse vía delegado. El opositor más fuerte tendría
que escalar unos 40 puntos. Y no tiene ni las botas puestas. A su alrededor
están los más duchos, los que fuman debajo del agua: Armandito y Roy.
Personajes imposibles de defender en público, pero igual de imposibles de
reemplazar en campaña. Ambos entienden la política como es. No como debería
ser. En modo ludópata: si hoy tuviera que apostarle un millón de pesos al
próximo presidente, lo haría por Roy. En fin.
La oposición, además de débil, es torpe. Se le atraviesa
a una reforma laboral popular sin entender el momento político. En un país
donde desde siempre oscurece a las seis, siguen insistiendo en que la jornada
nocturna empiece a las nueve. Solo por poner un ejemplo. Eso no es solo miopía.
Es ceguera. Podrían pensar en algo grande. Un frente común. Un acuerdo nacional
de verdad, verdad. Un “Pacto por lo Justo”. Algo que le hable a la calle sin
sonar exactamente a Petro. O quizás sí. Pero las vanidades no los dejan. Y los
egos no caben en la misma taberna del club. Siguen insistiendo en la seguridad
como carta ganadora. Sí, el país está que estalla. Sí, hay regiones tomadas.
Pero la gente ya no vota por la seguridad. Vota por cambio.
Por la idea —aunque sea vaga— de que algo puede mejorar.
Y quizás el vacío más grande: no hay figura. No hay carisma. No hay estrella.
La oposición está lejos de tener su rockstar. Petro tampoco lo tiene. Pero
compensa con narrativa. Los candidatos de oposición parecen funcionarios con
aspiraciones.
Bien vestidos, bien hablados, bien peinados, pero sin
calle, sin barrio, sin panadería. Les falta algo que no se aprende en Harvard
ni en Los Andes, les falta taxi. El mejor analista político de Colombia sigue
siendo el taxista que da vueltica por el centro y escucha todo.
Ellos no escuchan nada. ¿Puede perder Petro? Claro. Pero
no lo van a derrotar con editoriales en El Tiempo, ni con trinos indignados, ni
con propuestas que no emocionan ni a sus propios autores. Lo que hay en la
oposición no es una crisis de poder. Es una crisis de imaginación y mientras
nadie sea capaz de imaginar algo mejor, el que diga “cambio” más fuerte...
sigue mandando".
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