Por: Elkin Calvo
Todo empezó en la noche del 2 de enero, en las cercanías del Portal de la 80 en Bogotá, donde la emoción de un viaje prometedor se sentía en el aire. Un grupo de jóvenes entusiastas, que llevan organizando viajes al Carnaval de Riosucio desde hace varios años, había logrado llenar dos buses con personas de todas las edades, listas para vivir una experiencia inolvidable. Por un costo accesible, nos embarcamos en una travesía que cruzaría la cordillera y nos llevaría al corazón de una de las fiestas más emblemáticas de Colombia.
Los motores rugieron poco después de las diez de la noche. Las luces de la ciudad quedaron atrás mientras el camino serpenteaba entre montes y valles. Doce horas de historias compartidas, risas y canciones, en un recorrido que fue tan largo como enriquecedor. Al amanecer, cuando el bus comenzó a descender por las colinas de Riosucio, la expectativa se transformó en un suspiro de asombro colectivo. El pueblo entero ya vibraba con el latido del Carnaval.
La bienvenida fue cálida y bulliciosa. Quizás un poco más de 40.000 visitantes de Colombia y el mundo llenaban las calles, atraídos por la promesa de cinco días de una fiesta que no es solo celebración, sino también resistencia cultural. La figura central es el Diablo, pero aquí no representa maldad: es el símbolo de la unión del pueblo riosuceño, una tradición que mezcla influencias indígenas, africanas y españolas en una danza de significados.
El Diablo de Riosucio no es solo una figura festiva: es el alma de un pueblo que se ríe de sus propios demonios y abraza la complejidad de la vida con humor y creatividad. Con su corona y su mueca desafiante, es el anfitrión de una fiesta donde la sátira y la alegría se entrelazan, recordando que el carnaval es un espacio donde las jerarquías se desdibujan y el espíritu crítico encuentra su expresión más pura.
La tradición del Diablo tiene raíces profundas en la historia del pueblo. A comienzos del siglo XIX, los habitantes de dos comunidades rivales, Quiebralomo y La Montaña, vivían en constante disputa por las tierras y el agua. La tensión llegó a tal punto que solo la intervención de los sacerdotes, quienes propusieron un pacto para consagrar la paz bajo la figura de un Diablo festivo, logró detener el conflicto. Desde entonces, el Diablo se convirtió en el símbolo de la reconciliación y la unidad. Hoy, Riosucio cuenta con dos plazas principales, la de San Sebastián y la de La Candelaria, conectadas por una calle central, cada una con su iglesia como recuerdo de aquellos días de división.
El "Alegre Despertar del Carnaval" comenzó en la medianoche del 3 de enero. Una culebra de pólvora iluminó el cielo, mientras la música de las chirimías llenaba cada rincón. La energía era contagiosa. Las cuadrillas, grupos que durante dos años preparan sus presentaciones en secreto, desfilaron con trajes y representaciones que combinaban humor, crítica social y arte popular.
En cada rincón del pueblo, el calabazo, símbolo del espíritu festivo y el intercambio de chanzas, se alzaba como protagonista. Las bebidas tradicionales como el guarapo fluían con generosidad. Un trago dulce y fermentado, cada sorbo conectaba a propios y visitantes con la memoria de los ancestros y la tierra fértil que nutre la región.
La develación de Su Majestad el Diablo fue un espectáculo de música, danzas y luces que dejó sin aliento a la multitud reunida en la Plaza de La Candelaria. Este acto, lleno de simbolismo, es la reafirmación de la dualidad entre el bien y el mal, de la humanidad misma con todas sus contradicciones. Ver al Diablo surgir en medio del fervor popular es contemplar una tradición que trasciende generaciones, un recordatorio de que la identidad cultural de Riosucio es tan vibrante como ancestral.
La culminación llegó con el "Entierro del Calabazo" y la "Quema del Diablo" en la medianoche del 8 de enero. Un ritual que despedía la fiesta con una farsa fúnebre cargada de simbolismo y terminaba con la purificación del fuego, dejando atrás el hechizo del carnaval para renacer con el nuevo día.
Al regresar a Bogotá, el cansancio se mezclaba con la satisfacción de haber sido testigo de un carnaval donde la magia, la tradición y la humanidad se encuentran. Cada persona que conocí, cada historia escuchada, cada tambor que resonó, llevaban la esencia de un país que, en sus fiestas, revela su alma y su alegría indomable.
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