Por: Felipe Pineda Ruiz*
Colombia ha convivido con la bestia negra de
la corrupción desde los albores de su novel historia. Casos como la ignominiosa
y barata indemnización a Colombia, recibida de Estados Unidos, por la cesión de
Panamá (1903); el irregular manejo de las rentas del café exportado en los años
treinta; la famosa “ventanilla siniestra”
del Banco de la república en los setentas y la oleada de “baratas” privatizaciones de activos públicos en los años noventa, mediadas
todas por sobornos e irregularidades, han configurado un modus operandi,
intrincado en la res pública criolla desde sus inicios.
El tópico en cuestión se ha convertido en un
lugar común, durante los dos últimos años, en la arena política nacional. Ha
sido objeto de debates, estudios, marchas, referendos, y sobre todo se ha
revelado como el tema preferido de los amantes de la pos verdad en Colombia.
Hace algunas décadas, uno de los referentes
de la escuela económica austriaca, Ludwig Von Mises, pondría el dedo en la
llaga sobre una de sus raíces estructurales “La
corrupción es un mal inherente a todo gobierno que no está controlado por la
opinión pública”. Pero ¿qué ha sucedido precisamente en la opinión pública
colombiana para que lo que siempre fue habitual y desapercibido se convierta en
indignante y escabroso?
La respuesta emerge por si sola: la creciente
disparidad de ingresos, el cinismo y
obscenidad para enajenar los recursos públicos, por parte de los gobernantes,
sumado a la falta de oportunidades en la sociedad colombiana, empieza, en la
ciudadanía, a crear un clima de descontento inusitado y a situar a los actores
de la corrupción en dos bandos: una amplia franja de afectados, por un lado (la
gente del común) y un grupo minoritario de culpables (una élite tradicional y
emergente), por el otro.
La vertiginosa concientización al respecto es
atribuible a la inmediatez de las redes sociales, las cuales denuncian, viralizan
y canalizan dicho descontento contra la “partitocracia”
y el régimen político actual, es decir contra quienes la sociedad civil señala
como “corruptos”.
La frase “la
gente está mamada de los corruptos” no es alarmista, es real. La corrupción
atraviesa transversalmente todos los ámbitos, prácticas y relaciones de la
sociedad: implica a quien soborna a un ministro para obtener un contrato, o
aquel que falsifica un cheque en la ventanilla de un banco, al banquero que financia campañas políticas
para conseguir reformas tributarias laxas así como a los que presentan diplomas
falsos para hacerse a un trabajo.
Gerardo Andrés Hernández, director de
Transparencia por Colombia, resume ese proceso de captura del patrimonio
público de la siguiente manera “los
corruptos y el crimen organizado han encontrado en la administración pública un
escenario de oportunidad para no solo capitalizar recursos económicos, sino
además para controlar el territorio y sus poblaciones. De esta manera la
corrupción se expresa a través de la captura del Estado, donde controlar el
sistema político y los procesos claves de la gestión administrativa, tales como
la contratación pública y el empleo público entre otros”[1].
La
trama de la corrupción
Al igual que ha sucedido en Colombia con
otros fenómenos, como el narcotráfico o el paramilitarismo, los beneficiarios
de la corrupción han intentado presentarla como un drama con autores materiales
pero no intelectuales. La cortina de humo, mediática y judicial, va dirigida a
insistir en la culpabilidad, casi total, de los políticos en el crecimiento de
este flagelo, sin mencionar siquiera a sus auspiciadores.
A diario los mass media “bombardean” a los televidentes con imágenes de concejales,
congresistas, alcaldes o gobernadores implicados en casos de soborno o tráfico
de influencias, sin que la opinión pública encuentre algún señalamiento contra
grupos económicos o financieros, por aportar dinero y beneficiarse de la
gestión de los políticos.
Existe una correlación directa en Colombia
entre dinero invertido, por parte de los aspirantes en las campañas políticas,
y sus posibilidades de ser elegido a cualquier cargo de elección popular. De
allí surge el interés de sectores de poder por gastar miles de millones de
pesos en candidatos y elecciones, todo con el fin de incidir en las leyes que
se promulgan; las obras que se realizan y los contratos que se firman.
Por lo anterior prácticas como la evasión
fiscal, realizada por las grandes empresas; la tributación regresiva; la
ausencia de taxación al flujo de capitales hacia el exterior; la venta de
activos públicos, a manos privadas, y las denominadas puertas giratorias, han
sido casi institucionalizadas en la praxis del Estado.
En relación a la evasión fiscal indirecta,
que emerge bajo la figura de las exenciones tributarias, el economista Salomón
Kalmanovitz, en artículo reciente, pone en el ojo del huracán a quienes se
benefician de esta práctica al señalar: “La ley tributaria no es el problema, pero
sí lo es el gran número de exenciones, beneficios y deducciones que favorecen a
personas naturales y jurídicas. Estos alcanzaron $72,3 billones en 2016,
equivalentes al 8,4 % del PIB y al 62 % del recaudo. Si se eliminaran, la tributación
alcanzaría el 22 % del PIB, con lo cual se comenzaría a subsanar el déficit de
bienes públicos”[2].
Los casos de Odebrecht, Reficar, Refilco,
Agro Ingreso Seguro, el “carrusel de la
contratación” en Bogotá, y Navelena, demostraron un patrón en común: detrás
de todo el entramado de políticos corruptos existe un aluvión de empresarios,
empresas y sectores financieros que obtienen licitaciones y beneficios, a
cambio de sobornos.
Sin embargo, es necesario romper con el
diagnóstico simplista que atribuye la corrupción únicamente a las élites. Es
más preciso hablar de una “trama” de
actores que comienza desde quienes compran votos para los políticos deshonestos,
la parte baja de la pirámide, conformada por miembros de Juntas de Acción
Comunal y ediles, hasta los candidatos presidenciales. En esta cadena
clientelar es tan culpable el líder barrial que corrompe, o estafa a las
comunidades, para conseguir sufragios, como el congresista bisagra entre la
base y los financiadores de su propia campaña.
La
corrupción en Colombia en cifras
Diferentes entes de control calculan que la
corrupción le cuesta al país entre 32 y 50 billones al año (Procuraduría y
Contraloría General de la Nación; 2016), dinero suficiente para financiar las
llamadas “autopistas 4G” o el cada
vez más lejano metro de Bogotá.
De acuerdo a la medición anual realizada por
la ONG Transparencia Internacional, denominada Índice de Percepción de la
Corrupción (CPI) [3],
Colombia ocupó en 2016 el puesto 90 entre 176 países, por debajo de naciones
como Cuba (60), Jamaica (83), Zambia (87), y muy por debajo de algunas de la
región como Chile (24), Uruguay (21) y
Costa Rica (21).
Para el caso nacional, la organización
sugiere reestructurar los organismos de control; luchar contra la corrupción en
el sector privado y empoderar a la ciudadanía para que exija al gobierno una
rendición transparente de cuentas.
Sin intentar desestimar las anteriores
recomendaciones, estas son simplemente la punta del iceberg de este flagelo. A
ese listado le hacen falta los culpables principales del debilitamiento de la
gestión pública, las instituciones y los organismos de control: actores
políticos nacionales y regionales; grupos armados ilegales, y conglomerados
económicos nacionales e internacionales.
Lo anterior significa que los presupuestos
del Estado se han convertido en el botín de los corruptos con el cual la
política pública, y la inversión social, pasaron de ser derechos adquiridos
para transformarse en dádivas ofrecidas a clientelas que pagan dichos favores
con sufragios. La ecuación se ha vuelto sencilla en el país del “todo vale”: quien controla los
presupuestos tiene el poder y los votos.
A manera de epílogo es menester señalar que
el fenómeno de la corrupción debe estar ajeno a todo tipo de proselitismo o
demagogia. La corrupción per se, como
bandera electoral, no resuelve lo estructural, y menos mientras persista el
mismo modelo económico, y las mismas prácticas, en el seno de la res pública.
Crear veedurías para vigilar los procesos de
contratación y selección en la función pública; promover campañas para
persuadir a la ciudadanía sobre los riesgos de vender el voto y sobre todo
insistir en la necesidad de participar activamente, y elegir bien, son acciones
de resistencia civil, que pueden ser impulsadas por personas del común, para derrotar
la corrupción no solo electoral sino culturalmente. Queda poco tiempo, pero
estamos a tiempo.
* Felipe
Pineda Ruiz, publicista, investigador de la Fundación Democracia Hoy. Director
del laboratorio de iniciativas sociales Somos Ciudadanos
(www.redsomosciudadanos.com).
[1] Corporación Transparencia
por Colombia. Justicia, Interior y
Agricultura los sectores con mayor riesgo de corrupción. Portal de Unipymes, abril
27 de 2017. Fuente: https://www.unipymes.com/justicia-interior-y-agricultura-los-sectores-con-mayor-riesgo-de-corrupcion/
[2] Kalmanovitz , Salomón. Las
exenciones tributarias. Portal Diario El Espectador, agosto 6 de 2017. Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/las-exenciones-tributarias-columna-706772
[3] Transparencia Internacional.
Índice de Percepción de la Corrupción (CPI), enero 25 de 2017. Fuente: https://www.transparency.org/news/feature/americas_sometimes_bad_news_is_good_news
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